Santi MB |
La terapia nunca es algo sencillo.
Siempre la afronto con toda la ilusión del mundo porque de su éxito depende, en muchas ocasiones, que la persona que acude a mi consulta sea más feliz. Nada más y nada menos.
Por este motivo, además de ilusión, también hay un punto de responsabilidad.
Y, como suele ocurrir en la vida, hay pocas certezas previas.
La estrategia seguida con un paciente, que puede haber resultado maravillosa, se convertiría en un sonoro fracaso trasladada tal cual a la siguiente persona que llega a mis manos.
En una entrada anterior en este blog conté cómo logré conectar con un muchacho a través de la fascinación que sentía por el jugador de baloncesto Michael Jordan. Surgió la idea en una conversación con el chaval y a partir de esa piedra maestra construí después la terapia.
Traigo ahora a este blog otro ejemplo de cómo la actividad del hipnoterapeuta, al margen de unos conocimientos y una técnica que se pueden aprender, depende de algo tan simple como saber escuchar. Y ver la oportunidad, claro.
Un hombre de cierta edad llegó un día a mi gabinete. Parecía cansado y sus palabras tenían un aire ceniciento.
Trataba yo, mientras conversaba con él, de encontrar esa idea, esa emoción, esa conexión sobre la que edificar la hipnosis.
Aquí no había cabida para ningún jugador de baloncesto. Todo era más denso, más indefinido, más inasible.
Entonces, sin que yo le preguntara nada, me contó un sueño que había tenido. Más o menos así:
Caminaba por un paraje sombrío, oscuro y tenebroso. Hielo y escarcha por doquier me rodeaban, cuajados de cadáveres, algunos enterrados superficialmente. Era como si la desolación estuviera corporeizada y casi la podía tocar, como si tuviera un cuerpo transparente pero casi físico. La humedad se colaba sin permiso y con total insolencia a través de mis ateridos huesos y articulaciones. Había sucedido algo terrible, una guerra lo había destruido todo, el aliento invisible de la vida inmisericorde había mantenido el oxigeno justo para sobrevivir algún que otro casi cadáver ambulante, como era yo en ese sueño. ¿Donde están los hombres, dónde los pájaros, dónde la vida? Si miraba al frente para orientarme, todo era sombras. Un hermano mío, perdido en más grande desolación que yo, se cruzó conmigo, casi ni hablamos, éramos dos frías sombras errantes, pero yo aun buscaba algo y él se sumergió en la oscuridad. Yo aún buscaba algo en mi interior que me empujaba a seguir y no abandonar, fuera lo que fuera lo que encontrara. Al final en una parte del sueño me veo llegando a una cueva cavada en la falda de una montaña, dentro un lugar donde yo tenía que encontrar o meditar algoEn ese momento de su narración me acordé de unos versos de Miguel Hernández, esos que dicen:
Pero hay un rayo de sol en la lucha
que siempre deja la sombra vencida
Y el final de su narración me confirmó lo que ya escribió el poeta. El hombre continuó contando el final de su sueño:Tenía que sentarme y meditar muy profundamente en medio del suelo de aquella cueva. Yo tenía miedo y no me atrevía a hacerlo: debajo del suelo había cadáveres envueltos en gruesos mantos o sacos, algo así como muertos en aparente hibernación. Pero yo tenía que sentarme y entrar en esa profunda mirada interior, tenía que hacerlo aunque no tuviera valor. Mirar dentro es ver, saber y conocer… y ese lado oscuro nadie quiere verlo, ni puede, le asusta, nos asusta. Verse cara a cara en ese lado llamado la sombra es responsabilizarse de lo que uno es y, sobre todo, de lo que puede llegar a ser. Y eso es aceptar ese potencial, aceptar que somos algo más que un sustancia gris, músculos y huesos, que el Dios vivo habita dentro de cada uno de nosotros. Eso nos da más espanto aún. Aceptarlo es hacerse consciente de la responsabilidad única de uno mismo en lo que le sucede, en lo que le pasa y en lo que hace. Aceptar que somos el templo del Dios vivo en nosotros, significa el no poder echarle ya la culpa a papá ni a mamá, ni al cura, ni al político, ni a la sociedad ni a… ¡nadie!...¡Yo y sólo yo soy el único responsable de lo que pienso, siento y… hago!Ahí estaba la terapia. No hizo falta más que ponerse a trabajar. Le guié con una buena inducción y él fue llegando a unas conclusiones que, es evidente, ya estaban claras en su interior.
Según me contó, comprendió que no nos traen luz figuras celestiales y cegadoras, sino que la luz llega mirando el lado oscuro de nosotros mismos, porque no hay escapatoria al veredicto solemne de nuestra propia conciencia, por mucho miedo que nos dé. Que todo está en la conciencia por muy helada y asustada que esté, puesto que no hay vida ni muerte, ni dios ni diablo, ni risa ni llanto… si no es en la conciencia de cada uno de nosotros.
Y recuerdo muy especialmente cómo acababa ese sueño que propició toda la terapia:
En la cueva lúgubre y misterioso apareció una figura alta, un ser con andar pausado y de aparente calma interior, que irradiaba bondad y generosidad, una alma antigua, grande. Me dio la impresión de que me aguardaba y que sabía que yo le necesitaría en ese momento. Se colocó en el centro de la cueva y, sin decir nada, me transmitió un mensaje: “No estás solo, yo estoy contigo, haré la primera guardia meditando por ti como antes tú hiciste por mí”. Y, entonces, comprendí que por larga y oscura que sea la noche, siempre hay un venturoso amanecer…Aquello me impresionó.
Con toda claridad vi que es de la narración de la persona que enfrente nos habla de donde debemos entresacar las ideas y recursos que este tiene potencialmente. Hay que aprender a escuchar y no escucharnos a nosotros, hay que dejar de lado en ocasiones conceptos y supuesto teóricos-clinicos.
La forma de hablar del paciente, sus gestos, su tono de voz.... nos está diciendo no sólo lo que le pasa y por qué le pasa, sino que, repito, nos da las pautas a seguir para ayudarle a resolver ese problema. Somos la ayuda final.
El cliente o paciente sabe más que el clínico sobre su propio problema. Es un poco humillante para el orgullo del clínico pero...¡Es la verdad!
Aquel hombre me dijo que siempre hay un venturoso amanecer.
Y yo os lo repito ahora, amigos, hay amanecer por larga y oscura que sea la noche.
Gracias Horacio por ayudarme a encontrar esa luz, es cierto que todo está en nosotros mismos, es asi como lo sentí en su día, pero contar con un buen guia es un privilegio.
ResponderEliminarMi ansiedad cambió de forma y le ví sentido, es de humanos perderse y encontrarse.
Un saludo de todo corazón
Se trata de parar, respirar profundamente y, exhalando suave y largamente, mirar en la dirección apropiada.
ResponderEliminarTú lo estás haciendo y yo lo comparto y me alegro por ello.
Un abrazo y gracias por tus palabra.
Que todo te vaya bien.
¡Qué bien me han venido tus palabras, Horacio! Muchas veces se nos van las horas "haciendo" cosas, sin mirar a nuestro interior en busca de esa luz, o quizás solo de esa oscuridad que nos ayudará a encontrarla, aunque sea por contraste. Siempre hay un trocito de cielo azul,e incluso después de una tormenta ese cielo nos regala un arco iris... Hay que saber buscar, tomarse tiempo para encontrar... y ser valientes, levantarse y andar cada uno su propio camino. Eso es lo más costoso; como bien dices, quizás siempre buscamos a quien echar la culpa... sin mirar a nuestro propio ombligo. Muchas gracias por tus palabras. Un abrazo.
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